Cuando llegué a Barcelona

Llevaba casi 15 de horas de viaje, tres países, dos aviones, los trastornos de la mala noche, y el cuerpo adolorido. Finalmente, el anuncio del piloto “damas y caballeros, abrochen sus cinturones de seguridad, estamos a punto de aterrizar en la ciudad de Barcelona”, o algo así… no lo recuerdo con exactitud.

Me asomé por la ventana del avión porque reconozco ser de las que le encanta escoger ventana para ver cuando el avión despega y aterriza; y ahí estaba… lo primero que vi de Barcelona: el mar.
Llegué en pleno verano, y como buena guayaquileña, el Sol y el calor no son de asombro para mí. Aún no salía del avión, pero desde ahí veía el sol intenso y junto a la pista de aterrizaje ese famoso espejismo de agua. Estaba en el Prat, un aeropuerto relativamente pequeño y de fácil entendimiento, que por algún motivo me ha recordado siempre al de Guayaquil; y fue recién ahí, cuando recordé la razón de tantas horas de viaje.
Viviría aquí un año, en la afamada Barcelona, lugar de uno de los reconocidos equipos de futbol, residencia de una famosa cantante, destino por excelencia de Europa… lugar en donde literalmente, no conocía a nadie.
Afuera me esperaban mi amiga Estefanía, quien había llegado cinco horas antes; y Fabricio, amigo de un tío, que amablemente había accedido a ir a recogernos. Eran cerca de las tres de la tarde de un domingo; presenté mis documentos, recogí mis maletas y salí. Al pasar por el pasillo donde esperan a quienes salimos, a la primera persona que vi fue a Estefanía, la pobre al igual que yo llevaba muchas horas de viaje, y su cara era de cansancio total; luego un hombre alto, de cabello corto y oscuro, quien al verme dudó de si tal vez era yo o no, ambos nos acercamos suponiendo que él era el amigo de mi tío, y yo la sobrina de su amigo; nos conocimos y nos fuimos.

 

 

Nuestra llegada no fue precisamente para conocer la ciudad, Estefanía y yo teníamos que inmediatamente comenzar a buscar departamento; al día siguiente muy temprano compramos una tarjeta de metro y a andar. Sobre la marcha nos tocó entender cómo funcionan las rutas del metro, cuáles eran las paradas y cómo desplazarnos en la ciudad.
Me sorprendí mucho al ver lo bien que el transporte público conectaba a la urbe, así como también la inmensa cantidad de gente que circulaban por las calles; las fiestas de la Merced estaban próximas y era evidente que personas de muchas partes venían a celebrarla. Así andábamos: caminando sin parar, buscando sin encontrar. Septiembre resulta un mes complicado para encontrar dónde alquilar, pero finalmente a los pocos días hallamos un sitio que nos sirvió para vivir por unos cuantos meses y nos permitió instalarnos. Ese lugar, para mi encanto, quedaba a tres calles de la playa, lo que me permitía ir todas las mañanas a recorrerla.
Ahora estaba del otro lado del pastel, ese paisaje que había visto desde el avión cuando llegué, ahora lo vivía estado sentada en la playa y viendo a los aviones pasar. ¿Será que los que recién llegan y van en el avión se fascinan viendo a Barcelona desde el mar como me fasciné yo? No lo sé, pero para mí fue amor a primera vista.
Barcelona me cautivó a través del mar, ver el horizonte del Mediterráneo me hizo transportar a mi adolescencia en Ancón, allá en Ecuador, cuando desde la playa ‘Acapulco’ junto con mis amigas nos sentábamos a contemplar el océano, sin saber a dónde nos llevaría el camino.

 

Así empecé a conocerla de a poco, por sus ramblas, por el Poblenou, la Diagonal, por el nombre de sus barrios y distritos, por el color de las líneas del metro, por el nombre de las paradas que dejaban más cerca del lugar al que quería llegar, por la Cataluña.

 

La vi linda, la sentí acogedora, fui adaptándome a su horario y la fui entendiendo. Hay quienes dicen que esta ciudad tiene algo que encanta, creo que es verdad; al principio puede resultar acelerada, pero a medida que te vas envolviendo en ella, vas descubriendo esa magia de la que muchos hablan.
Me fui dando cuenta que es dinámica, que se respira espíritu joven porque no se estanca, está en constante movimiento e invita a que todos sigamos esa misma energía. A Barcelona la disfruto; la huelo, la veo, le agradezco por lo que me enseña. Sus calles me invitan a conocer su historia, a conocerla cuando era Barcino, a querer recorrer los callejones del Gótico, a seguirme emocionando cuando veo el Montjuic y a continuar quedándome sin palabras al ver la Sagrada Familia.
Decir y escuchar Adeu y merci ya no me resulta extraño, aunque confieso que el catalán no va conmigo, lo respeto y lo acepto porque sé que es parte de su identidad. Su arquitectura gaudiana, revela el estilo de una ciudad moderna que marca su propia tendencia, y que apoya y admira lo poco convencional. Ama la libertad, defiende la independencia, no acepta los sometimientos porque no los siente parte de su esencia.
Es una ciudad que te enseña que las religiones y culturas distintas pueden convivir juntas, que el idioma no es un impedimento para comunicarse, y que la noche y el día se pueden juntar. A mí me recibió con el Sol brillando, me ha enseñado gente cuando no conocía a nadie, y me ha mostrado una familia que no sabía que tenía.
Algún día, cuando vuelva a Ancón, ver el horizonte del mar me recordará los días en la Barceloneta, pero por el momento estoy acá; al otro lado del ‘charco’.